Fortuna y pobreza coexisten sin molestarse en Madrid

Paseo con Mateo Jiménez, arquitecto, de 31 años de edad, por la Glorieta de Bilbao, en pleno corazón del castizo barrio de Chamberí, en Madrid. Nos dirigimos a una cena con otros 13 comensales que tendrá lugar en el restaurante “La Favorita”, un palacete situado en una de las zonas más cotizadas de Madrid. La temperatura es aproximadamente de siete grados. Este dato aunque parezca intrascendente, no lo es.

Por el camino, Mateo, principal impulsor de la reunión, me cuenta en qué consistirá la cena: “se trata de una reunión de inversores inmobiliarios”. Mi cara debió reflejar un gesto ambiguo por lo que Mateo se apresuró a aclarar: “intentamos apoyarnos y crear sinergias para invertir en inmuebles”. Creo que mi semblante fue similar al que había adoptado segundos antes, pero Mateo ya no dijo nada más.

Entramos en el restaurante y nos conducen con opulencia a un salón reservado sólo para nosotros. El precio del menú contratado asciende a 69,90 € por persona y consta de los siguientes platos: primeros; “Tartar de salmón, aguacate y nata” y “Burrata fresca, tomate marinado en balsámico, albahaca e Idiazábal”. Segundos: “Timbal de bacalao ajoarriero con salsa de piquillos” y “Solomillo ibérico en su jugo con patatas gratinadas”. Postres: “Tarta de queso con dulce de leche”, café o infusión. El menú puede parecer intrascendente, pero tampoco lo es.

Un coach dirige la reunión y nos insta a poner en común nuestras inquietudes (también las suyas, al parecer es propietario de cinco inmuebles). Los perfiles de los invitados son muy variados: profesionales liberales (médicos, psicólogos y economistas), personas trabajadoras (un pescadero) y profesionales dedicados a este mundillo (arquitectos e inversores). Para regocijo de los presentes surgen todo tipo de cuestiones relacionadas con “el ladrillo”. Uno de ellos pregunta: “si tengo 100.000 €, ¿compro un piso o dos?”, la respuesta fue casi unánime (yo no me pronuncié): “Con 100.000 € puedes comprarte cinco pisos”. Atónito el interesado insiste: “¿cinco?, ¿cómo?” (yo también me lo preguntaba). Un experto contrastado (propietario de una docena de inmuebles) se abre paso y toma la palabra: “Muy sencillo: compra, aplaza el grueso del precio a un año, reforma y vende el mismo día que ibas a comprarlo”. Me quedo helado. A mi mente vienen otras preguntas que lanzo a riesgo de hacer quedar mal a Mateo: “¿y si no encuentra comprador?, ¿y si tienes que bajar el precio?, ¿y si todo sale mal?”. Para todas esas cuestiones sólo obtengo una respuesta: “¿y por qué va a salir mal?”.

Lo cierto es que desde el año 2014 las transacciones inmobiliarias en España no han dejado de crecer. Sin embargo aún se encuentran muy lejos de los datos de 2007 cuando se realizaron 836.871 operaciones inmobiliarias, en lugar de las 581.793 registradas a lo largo del año 2018 (un 30% menos).

La velada avanza al son de la breve pero clara exposición de cada uno de los problemas que quitaban el sueño a los comensales: “tengo seis inmuebles y ya no me hipotecan más, ¿Cómo puedo comprar un séptimo piso que tengo visto y ofertado?”. La respuesta en este caso no es tan clara y genera dudas: “Rehipoteca uno de los inmuebles más saneados que tengas o pide un presupuesto de reforma falso para que te den un préstamo personal”. Hacia los postres, uno de los participantes más jóvenes se alza ligeramente acomplejado y confiesa que acaba de adquirir su primer inmueble con tan sólo 25 años de edad. La parroquia inmobiliaria congregada reacciona con vítores servilleta en mano que sonrojan al joven propietario.

Todos parecen animados por la buena coyuntura económica, pero alguno apunta: “cuidado porque a esto le quedan dos años”. Una clara alusión al agotamiento del mercado también señalado por Lázaro Cubero, director del Área de Análisis del Grupo Tecnocasa quien recientemente ha manifestado: “Lo venimos observando desde 2014 y ahora vemos que, aunque el mercado a nivel nacional se encuentre en fase de  crecimiento, la locomotora está mostrando síntomas de cansancio”.

La cena concluye sobre la 01:00 de la madrugada, la cuenta supera los mil euros y la temperatura en la calle no alcanza los 3 grados.

Unos días después acompaño a Pablo G., de 26 años de edad, en una expedición por el barrio de Arganzuela, al sur de Madrid. Son las ocho de la tarde y tras una breve presentación me indica con sus pasos que no hay tiempo que perder, “vamos, nos están esperando”. Bajamos la calle Delicias hasta llegar a la parroquia con el mismo nombre: “Nuestra Señora de las Delicias”. “No vamos a rezar, tranquilo. Vamos a preparar bocadillos y caldo caliente para repartirlo entre las personas sin hogar de esta zona”, me dice sonriendo mientras atravesamos pasillos y escaleras dentro de la iglesia. Pablo es voluntario desde hace tres años de la ONG “Bokatas” que se dedica al acompañamiento de las personas sin hogar en Madrid.

Llegamos a una sala que hace las veces de cocina y confirmo que las prisas están justificadas. Cuatro voluntarios preparan con agilidad los bocadillos: Vicente de 50 años (economista), Claudia, de 27 años (enfermera), Alba, de 24 años (especialista en control alimentario) y Ruí, de 35 años (auditor). Rápidamente me instan a arremangarme para “vivir la experiencia completa”. Mientras envuelvo los bocadillos observo de reojo el ticket de la compra: pan de molde, tres barras de pan, chorizo, queso, pavo y caldo de pollo, total; 10 €. “Normalmente con esto tenemos bocatas para unas quince personas”, me indica Vicente.

Salimos de la parroquia sobre las 20:30 horas y comenzamos una ruta que tienen más o menos definida. “Se trata de interactuar con ellos como harías con cualquier otra persona, el bocadillo es sólo una excusa”, me explica Alba, quién a pesar de tener sólo 24 años es toda una veterana en “Bokatas” (lleva tres años y medio como voluntaria). Por su parte, Vicente reconoce que es su segunda semana y que aún teme meter la pata con algún comentario inapropiado: “me han dado indicaciones y estoy muy pendiente de los más veteranos, pero siempre pienso que puedo decir algo que no les siente bien o que pueda dejar entrever algún prejuicio”.

Subiendo la calle Delicias nos topamos con “Catástrofe Nuclear” (ambas iniciales van con mayúscula porque se trata de algo parecido a un nombre propio), de 50 años y nacionalidad rumana. Los voluntarios no saben cómo se llama a ciencia cierta porque no habla ni una palabra castellano y cada vez que le preguntan contesta algo diferente. Únicamente se le entiende la expresión “catástrofe nuclear”, de ahí su apodo. A pesar de que el diálogo es claramente unidireccional, los voluntarios asienten a los desvaríos de este señor, y le ofrecen un caldo caliente que toma encantando en nuestra compañía.

“Catástrofe Nuclear” es sólo una de las cuarenta mil personas sin hogar que Cáritas estima que hay en España. No existe un dato real porque no se realizan estadísticas de este fenómeno social desde el año 2008. Un síntoma muy indicativo del ostracismo que vive este colectivo en nuestro país.

Cruzamos hacia la calle Santa María de la Cabeza en busca de Martel y su mujer, Marianela, de 54 y 55 años de edad, también de nacionalidad rumana. Pablo me indica que son dos “clásicos” que se alojan siempre en el mismo lugar (en el portal de una entidad bancaria) pero que llevan varias semanas desaparecidos. “Esta es una de las cosas malas, nunca se despiden, no sabes si es la última vez que los vas a ver”, señala Alba. Pero allí estaban, habían vuelto. Los voluntarios que los conocían les dieron un fuerte abrazo. Su desaparición se debía a la imperativa renovación del carnet de identidad, caducado en ambos casos, nada más. Tras diez minutos de animada conversación continuamos. Le traslado a Pablo que me parece extraño que se marchen, vuelvan al cabo de varias semanas y que se establezcan de nuevo en el mismo lugar. El voluntario me contesta: “Es su barrio. Aquí es donde tienen sus conocidos. Creo que podrían pagar una habitación en otra zona de Madrid más barata, se lo hemos recomendado, pero ellos prefieren vivir en Arganzuela, aunque sea en la calle”.

Continuamos subiendo hacia la calle Tortosa, muy cerca de la estación de Atocha, allí vive un grupo variable de personas sin hogar. Ese día nos encontramos a Eduardo, Alejandro, Esteban y Alberto, todos españoles, de 57, 54, 59 y 48 años de edad respectivamente. Les ofrecemos los bocatas y charlamos con ellos. Están achispados, “hemos tomado un poco de nuestro caldo viendo el fútbol”, dice Eduardo señalando una litrona. Los voluntarios les hablan de la nueva iniciativa de la ONG: “Golkatas”, un partido de futbol que tendrá lugar ese viernes y que tiene por objetivo alejar a las personas sin hogar del alcohol durante unas horas y promover el deporte. No parecen entusiasmados, asienten con educación y dicen que lo pensarán. Alejandro añade: “yo la verdad, no creo que vaya. A esa hora ya estoy borracho”. (Asistí al partido unos días después. En los equipos se fundían voluntarios y personas sin hogar. Ninguno de los “vecinos” de la calle Tortosa acudió).

Según el estudio “Los delitos de odio contra las personas sin hogar” realizado por “Bokatas”, casi la mitad (el 47,1%) de las personas sin hogar en España han sufrido agresiones, humillaciones e intimidaciones motivadas por la intolerancia. Resulta llamativa la diferente proporción de sexos: los hombres representan el 81,6% y las mujeres tan sólo el 18,4%. Además de estas agresiones, el 18,8% de las mujeres entrevistadas en el estudio confesaba haber sufrido agresiones sexuales.

Subimos hacia Caixaforum, allí nos esperan Juan y Jesús, españoles de 50 y 42 años de edad. Son los últimos de la ruta y están a punto de echarse a dormir. Son ya las 23:00 de la noche. Juan nos cuenta con ilusión que está pendiente de una llamada del diario “20 Minutos” para repartir periódicos por la mañana: “Ojalá me llamen y pueda meterme en una habitación, estoy harto de este hotel de mil estrellas”, dice mirando al cielo.

Pocos minutos después de llegar, nos indican educadamente que les dejemos dormir. “A las ocho de la mañana viene la poli a despertarnos. Encima de estar en la calle, nos hacen madrugar. Tiene huevos”, señala Juan. Alba me explica que la Policía Municipal los despierta a las 08:00 de la mañana y les hacen recoger sus cosas para que no “molesten” a los viandantes. Le pregunto a Jesús si les gusta el sitio donde viven y me contesta que sí, que están muy a gusto ahí. Le planteo la opción de irse a un albergue a pasar la noche. “Que va, eso es una locura, la gente no te respeta, tienes que dormir con los zapatos debajo de la almohada porque te roban todo. Yo sé que Juan no me va a robar, por eso vivimos juntos”, contesta.

Terminamos la ruta. Son las 23:15 de la noche. La temperatura es de 3 grados centígrados, dejamos a las personas sin hogar abrigándose para pasar una noche “fría de cojones”, según nos dice textualmente Jesús.

A la mañana siguiente acudo a una cita con el letrado Jaime Montero Román, de 48 años. Me recibe en su despacho ubicado en el Barrio Salamanca. Llego justo a tiempo para asistir a su reunión con Elena López (cliente del Turno de Oficio), de 40 años. Jaime me cuenta (mientras su cliente asiente), que Elena percibe una pensión por incapacidad laboral absoluta por enfermedad de 750 € al mes y que es propietaria de una vivienda en Vallecas de 65 metros cuadrados que compró en el año 2006 por 180.000 €, que a día de hoy tiene una hipoteca con un capital pendiente de 110.000 € y que sólo tiene un valor de mercado de 90.000 €. “Compré en plena burbuja, yo que sabía. Trabajaba y me dieron la hipoteca”, cuenta Elena.

Jaime nos explica que la vivienda de Elena tiene otras cargas, en concreto una anotación de embargo por valor de 80.000 € referida a un préstamo personal que Elena contrató junto con su ex pareja en el año 2008. “Yo no he gastado ese dinero, se lo quedó mi ex, pero sólo me lo reclaman a mí porque tengo una casa, ¿verdad Jaime?”. Jaime asiente y añade “su ex no tiene vivienda, trabaja en B y es insolvente, todas las deudas van contra la casa de Elena”.

El motivo de la visita de Elena a su abogado reside en que le han notificado la enajenación de su préstamo personal a un “fondo buitre”. El letrado le explica: “tu deuda se ha vendido junto con más créditos de difícil cobro a un fondo de inversión por una miseria. Nos opondremos, pero no prosperará”. Elena alega que ella no quiere tener deudas, que si le hubieran hecho una quita (como la que han hecho al fondo) habría intentado pagarlo. Jaime le explica (no parece que sea la primera vez): “mientras tengas vivienda irán a por ella, no puedes permitirte pagar una hipoteca de 600 € por una casa que tiene el doble de cargas que de valor”. Elena asiente y dice entre sollozos: “¿Qué quieres que haga? Es mi casa y encima me avaló mi madre”. Elena literalmente “sobrevive” a costa de pagar su hipoteca: “pido comida en Cáritas. De pagar la comunidad ni hablamos y hace tres años que no voy al cine”.

A pesar de que ya no está en la agenda mediática, los desahucios siguen siendo un drama en España. Según el Instituto Nacional de Estadística, en el año 2018 se han practicado 59.671 desahucios en nuestro país, es decir 163 desahucios al día. La cifra más alta desde que existen estadísticas (año 2012) y muy similar a la del año 2017 (60.754 desahucios). El problema continúa. El público se ha volcado en el alquiler de vivienda (pocos compradores pueden adquirir una casa con una financiación estándar del 80%). Lógicamente, también se ha volcado la estadística: en 2018, los desahucios por alquiler han supuesto el 37,3% del total, un incremento del 4,5% respecto al año 2017. Por su parte, las ejecuciones hipotecarias se han reducido un 15,2% en ese mismo periodo, según los datos publicados por el Consejo General del Poder Judicial.

El jueves noche decido darme un respiro y tomar algo por mi barrio, Malasaña, situado en el centro de Madrid. Trato de ordenar mis ideas para cerrar esta crónica y discuto los pormenores de la pieza con un buen amigo periodista. Juntos caminamos por la calle Pez hacia un bar asturiano que nos gusta en la calle Corredera Baja. Pasamos justo al lado del local donde siempre estuvo “El Palentino”, vemos que hay luz y nos disponemos a entrar. 

Antes de abrir la puerta miramos en su interior y comprobamos que aquello no es “El Palentino”, es un local con ínfulas que despacha licores de orígenes exóticos a 10 € la consumición. Asqueados, volvemos fuera y miramos a nuestro alrededor: un termómetro marca 4 grados de temperatura. Son las diez de la noche, y en un lateral del propio “El Palentino”, una persona sin hogar comienza a pertrecharse para pasar la noche. Se sienta y un pequeño destello plateado llama nuestra atención. Va a comerse un bocata en su barrio (y en el mío), aunque su barrio haya dejado de acogerlo, de abrigarlo y lo margine, casi invisible, en una de sus esquinas.

Febrero 2020.



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